>Quiénes somos>Los camagüeyanos>Réquiem por un político honesto
Eduardo Zayas-Bazán,
Presidente del Municipio de Camagüey en el Exilio.
Julio de 2000.
El 2 de julio de 2000 fue el noveno aniversario de la muerte de mi padre, Manuel Eduardo
Zayas-Bazán y Recio. Recuerdo perfectamente cómo me sentía ese trágico día cuando sentado en
un banco de la Iglesia St. Raymond escuchaba al Padre Carrillo, quien obviamente no sabía
nada de la vida de Papá y estaba diciendo las generalidades que se mencionan cuando no se
conoce a la persona de quien se está hablando.
Papá murió sorpresivamente, después de una supuestamente simple operación del corazón para
reparar una válvula defectuosa. Sus hijos lo habíamos animado a hacérsela, pensando que
con ella le estábamos dando 10 años más de vida. Cuando lo operaron, los cirujanos
encontraron el corazón en peor estado de lo que pensaban, y Papá sólo pudo sobrevivir cuatro
días más, dejándonos sin preparación para su inesperada partida.
A pesar de haber ocupado posiciones políticas importantes, mi padre era un hombre dulce,
sencillo y jovial al que todo el mundo llamaba Eddy. Llevaba el patriotismo y la política
en la sangre. Su padre, Rogerio Zayas-Bazán y Ramírez, obtuvo el grado de Comandante en la
Guerra de Independencia. Después fue gobernador de Camagüey, Secretario de Gobernación y
senador de la República. Su abuelo por parte de madre, el Dr. Tomás Recio y Loynaz, primo
hermano de Ignacio Agramonte y Loynaz, fue miembro del primer Senado en 1902. Su tío abuelo,
el General Lope Recio, fue el primer gobernador de Camagüey en la Cuba republicana. Su
bisabuelo por parte de madre, José Agustín Recio y Céspedes, era primo hermano de Carlos
Manuel de Céspedes, el Padre de la Patria.
Mi padre fue elegido representante cuando sólo tenía 23 años, siendo después reelegido dos
períodos más. Fue senador de 1948 a 1952, y gobernador de Camagüey de 1954 a 1958. Nunca
fue derrotado en una elección, y fiel a la tradición de su padre, perteneció siempre al
Partido Liberal.
Mi padre era un político atípico: no era orador, y aunque podía expresarse bien en
discusiones informales, a la hora de hablar en público, lo petrificaba el miedo escénico.
En los actos públicos, eran sus subalternos los que tomaban la palabra en su nombre. Sólo
recuerdo haberlo oído decir unas palabras en 1954 cuando tomó posesión del cargo de
gobernador en el Palacio Provincial de Camagüey.
Papá era una de las personas más serviciales que he conocido. A través de su vida prestó
miles de servicios a sus coterráneos, hubieran votado por él o no. Tenía un conocimiento
profundo de la política local y un grupo formidable de fieles amigos y seguidores que lo
ayudaban en la organización y desarrollo de sus campañas políticas. Sin embargo, como
político tenía un gran problema: era intransigente en cuestiones de ética y más de uno que
no lo conocía pasó momentos desagradables al atreverse a plantearle algo que Papá consideraba
incorrecto.
Mi padre poseía una virtud muy rara en Cuba: era un político honrado. Eso lo heredó de
su padre, el Comandante Zayas-Bazán, que gozó de fama por su honradez y por querer acabar
con el juego y la prostitución en Cuba cuando fue Secretario de Gobernación durante los
primeros cuatro años del gobierno del General Machado. En Cuba ha habido muy pocos políticos
que no se hayan enriquecido en el poder. Cuando el triunfo de la revolución de Fidel Castro,
las posesiones de Papá eran las mismas que había heredado a la muerte su padre, más las
propiedades que Mamá había heredado de los suyos. A nosotros, sus hijos, nos dijo en
repetidas ocasiones: "No les dejaré mucho dinero, pero sí un nombre del que se sentirán
orgullosos". Y así fue. Esta actuación tan rara en un político cubano es lo que le da
méritos especiales a Papá. No importa que no haya sido un caudillo carismático o un
brillante orador; para mí, más relevante fue la honradez con que actuó y el ejemplo que
dejó. Si en Cuba hubiéramos tenido más políticos honrados, políticos inspirados por sus
mejores sentimientos, deseosos de mejorar el nivel de vida del pueblo en vez de mejorar
su propio nivel de vida, no hubiéramos terminado con un Fidel Castro que supo explotar muy
hábilmente las frustaciones del pueblo cubano con nuestra corrupta política de la época
republicana.
Papá cometió un grave error. Después del golpe de estado del General Batista en marzo de
1952, el partido Liberal y el partido Demócrata pactaron en 1954 con el PAU, el partido
de Batista, para las elecciones que se celebrarían ese año. Papá no pudo resistir la
tentación y accedió a ir de candidato a gobernador de Camagüey. Esto fue un serio error
de parte de mi padre por dos razones: primero, cuando ocurrió el golpe de estado, el
partido Liberal y el partido Auténtico, el partido que gobernaba en esos momentos, eran
aliados. Al aliarse ahora con el PAU, el partido Liberal estaba traicionando a su ex-aliado
al unirse al de facto pero ilegítimo gobierno; segundo, porque Papá no era amigo del
General Batista. Batista nunca le había perdonado a mi padre que hubiera votado en 1936
en contra de la destitución de Miguel Mariano Gómez, y después por sus gestiones para
impedir que Batista tomara el control del partido Liberal. Hace muchos años Papá me contó
con cierto orgullo que, cuando era gobernador, nunca logró que Batista le diera una audiencia.
Años después, la decisión de aspirar a gobernador bajo la candidatura de Batista, le iba
a costar bien cara. Con el triunfo de Castro, mi padre, que había intercedido a favor de
un sin número de revolucionarios y había facilitado la salida de Cuba de más de un
perseguido, pasó sus apuros los primeros días de la revolución. Húber Matos, el nuevo
jefe militar de Camagüey, que no concebía que el gobernador de Camagüey del gobierno anterior
se encontrara libre, fue a buscarlo personalmente a su casa y después de arrestarlo, lo
mantuvo preso en el Cuartel Monteagudo mientras lo investigaba. Allí lo tuvieron por casi
dos meses, hasta que se dieron cuenta que no había hecho nada malo ya que no había cargos
contra él y todas las cuentas en el Gobierno Provincial cuadraban perfectamente.
Después de ser puesto en libertad, Papá se quedó tranquilo en su casa del Reparto Garrido.
Al poco tiempo le confiscaron su finca La Teja, que había heredado de su padre cuando tenía
19 años. Entonces se dedicó a vender seguros y a administrar la colonia de cañas de azúcar
de su madre. No quiso salir de Cuba porque pensaba que no podría defenderse y quería
asegurarse de que su nombre quedara bien limpio en ese proceso revolucionario.
Mi padre llevó sus desgracias personales con un estoicismo admirable. El retraso mental
de Luisito, nuestro hermano menor, fue causa de gran sufrimiento en nuestra familia, pero
Papá aceptaba esa carga con humildad, como algo que nos había mandado Dios. Mamá, que tenía
una salud precaria, quedó muy afectada por los acontecimientos de estos años y su salud se
quebrantó precipitadamente desde 1959 en adelante. Esto último contribuyó a que Papá
decidiera quedarse en Cuba.
En 1964 el gobierno de Castro lo involucró en una conspiración lidereada por Alberto
Fernández Medrano, un abogado camagüeyano que en esa época era funcionario de los Leones
Internacionales. Esto resultó en el arresto de Papá y de su íntimo amigo Marcelino Martínez
Tapia, ex-representante Liberal de Santa Cruz del Sur. También fueron arrestados Armando
Paradela y Enrique Bermúdez. Los nombres de todos habían aparecido en una lista de presuntos
conspiradores que la policía del gobierno comunista le había encontrado a Fernández Medrano.
Papá era completamente inocente y así lo mantuvo siempre durante los largos días de
interrogatorio en el G-2 de Camagüey, que antes había sido la casa de su suegro, Luis Loret
de Mola, y en la que Papá había vivido los primeros diecisiete años de su matrimonio. Me
contó que su interrogador le dijo, "Mire, Zayas-Bazán, alégrese de que no lo vamos a fusilar
porque usted representa todo lo que la revolución niega que sea bueno. Usted era de la
clase alta, usted fue educado en los Estados Unidos, usted es aparentemente un político
honesto. Usted, francamente, nos perjudica. A usted no nos conviene tenerlo en Camagüey.
A usted lo deberíamos llevar al paredón junto con los otros. Así es que no se queje". Días
después fusilaron a Fernández Medrano, a Martínez Tapia y a Paradela. Condenaron a 20 años
a Bermúdez y a Papá a diez.
Cuando lo mudaron del G-2 para la cárcel de Camagüey, los presos de la cárcel lo trataban
con tanta deferencia que varios fueron incomunicados en penitencia. Pocos días después
decidieron llevárselo para el G-2 otra vez. Y sufrió larga prisión durante siete años
y medio; una prisión digna pero no rebelde. Nunca fue preso plantado. En las distintas
prisiones en que estuvo se ponía el uniforme que le daban y trabajaba donde lo asignaban.
Después de estar en el G-2, lo pasaron para Isla de Pinos, donde pasó varios años; de allí
lo mudaron para la Cabaña, y terminó en la Cárcel de Morón, donde trabajó en una
rudimentaria biblioteca que allí tenían y se entretenía enseñándoles francés a los
presos políticos.
Isla de Pinos fue una gran decepción para Papá. Se encontró con facciones políticas que
se odiaban, con presos plantados que menospreciaban a los presos menos rebeldes. Húber
Matos, que también se encontraba preso allí, se negó a hablar con él. Papá quedó tan
desencantado con sus experiencias en Isla de Pinos que nunca más se sintió optimista sobre
el futuro de Cuba. En 1971 Papá finalmente fue puesto en libertad. Se quedó en la ciudad
de Camagüey casi un año, hasta que en marzo de 1972 obtuvo el visado para venir a los EE.UU.
Cuando llegó a Miami casi no pudo ver a mamá antes de que se muriera. Mi madre había estado
enferma por más de diez años y la teníamos en Puerto Rico en el Hogar Teresa Jornet.
En Miami, Tony Varona, político Auténtico ejemplar camagüeyano, que había sido primer
ministro y senador junto con Papá, trató de animarlo para que participara en actividades
políticas, pero Papá no quiso.
Prefiero pensar que Papá estaba equivocado en cuanto a los cubanos, que lo que vivió en
Isla de Pinos fue una etapa que después se superó, que con el tiempo los cubanos nos hemos
vuelto más tolerantes. Porque si los cubanos no aprendemos a perdonar, aunque no podamos
olvidar lo pasado, entonces no mereceremos volver a nuestra Patria.
Papá tenía un concepto sagrado de la amistad. Era extremadamente leal con sus amigos y
trataba con gran ternura a las personas mayores. Sus amigos intuían que podían contar con
él en lo que estuviera a su alcance. En el exilio, donde no aspiraba a ganarse votos,
visitaba a coterráneos religiosamente y siempre estaba listo para hacerles pequeños favores
a los necesitados. En visita que hice con él en los últimos años de su vida a casa de los
Martínez Tapia y a las de otros viejos amigos camagüeyanos, me daba cuenta de cómo lo
apreciaban.
Al poco tiempo de llegar a Miami en 1972, encontró trabajo en los muelles revisando las
mercancías que entraban y salían. Trabajó con los estibadores hasta que cumplió los 75
años y después de su retiro se dedicó a su segunda esposa Yoya Silva, la cual sufría de
Alzheimer. Así continuó hasta su inesperada muerte. Recibía las decepciones de los
malagradecidos y de los envidiosos con naturalidad, achacándoselas a las debilidades del
ser humano.
Estoy convencido de que Papá murió en paz, y que veía lo que padeció durante sus años de
prisión como un purgatorio necesario para purificar sus imperfecciones. Me consta que
perdonó a los que le hicieron daño porque jamás lo oí expresarse mal de ellos.
Todos estos pensamientos pasaron por mi mente ese día mientras escuchaba al Padre Carrillo.
Y yo, que adoraba a Papá, que me encontraba mudo de tristeza, hubiera dado cualquier cosa
porque Marcelino Martínez Tapia hubiera estado allí con nosotros, y que con esa facilidad
de expresión que poseía, hubiera podido decirles todas estas cosas de la vida de Papá que
ahora me honro en contarles.
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