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Ana Dolores García, para Camagüeyanos por el Mundo. Rockville, Maryland, Agosto 31 de 2003.
Niñez y adolescencia Gertrudis Gómez de Avellaneda y Arteaga, una de las más notables figuras de la literatura cubana de todos los tiempos, nació en la villa de Puerto Príncipe el día 23 de marzo de 1814 en una casa solariega de la calle San Juan (antigua "de las Carreras", pues era la calle de las carreras a caballo en las fiestas sanjuaneras), calle que hoy lleva el nombre de Avellaneda según acuerdo adoptado el 28 de septiembre de 1885 por el Cabildo Municipal de la Villa. Sus biógrafos concuerdan en que 1814 es el año correcto de su nacimiento, aunque 1816 es el año que figura en su autobiografía (La Ilustración, 1850-XI-8). Era hija de Don Manuel Gómez de Avellaneda, un capitán de navío español, natural de Constantina, pueblo cercano a La propia poetisa nos habla del modo en que transcurrió su niñez, tal y como la describe en la primera de sus cartas a Ignacio de Cepeda y Alcalde, el gran amor de su vida, escrita entre el 23 y el 27 de julio de 1839. Esta carta, que constituye en sí una formidable autobiografía y un magnífico ejemplo de su cuidada y amena prosa, fue el comienzo de un epistolario que se prolongó al menos hasta 1854. Leemos en uno de sus párrafos: "…Cuando comencé a tener uso de razón, comprendí que había nacido en una posición social ventajosa: que mi familia materna ocupaba uno de los primeros rangos del país, que mi padre era un caballero y gozaba toda la estimación que merecía por sus talentos y virtudes, y todo aquel prestigio que en una ciudad naciente y pequeña gozan los empleados de cierta clase…" Tuvo la oportunidad de recibir una educación esmerada y de desenvolverse en un ambiente cultural muy superior al habitual. Desde niña dio muestras de una extraordinaria personalidad y era notoria su avidez por la lectura de novelas y libros de poesía. Con sus amigas más allegadas rehuía conversaciones y juegos banales tan propios de la edad, y prefería disfrutar con ellas largos ratos de lectura y comentarios. Fue así moldeándose el carácter y la creatividad de quien ha sido considerada por muchos críticos como una de las voces más notables de la poesía romántica en lengua castellana. Tenía apenas ocho años cuando falleció su padre. Las consecuencias de esta pérdida dejaron hondas huellas en ella, que lo idolatraba. De aquel primer matrimonio de doña Francisca de Arteaga quedaron sólo dos hermanos: Gertrudis y Manuel. Algún tiempo después, la madre casó de nuevo con otro militar español, Gaspar de Escalada. A los nueve años escribió sus primeros versos, y a los quince había producido un drama histórico sobre la conquista de México. Desenvolviéndose en un ambiente de tertulias refinadas y culturales (cortesanas, si cabe, al modo provinciano), aquella hermosa y altiva joven descollaba entre los otros jóvenes por su superior cultura y su fuerte personalidad. El amor, o lo que ella creía que era, la atrajo por un tiempo hacia uno de ellos, a quien identifica sólo con el apellido Loynaz en sus cartas a Cepeda, pero no puede decirse que hubiera llegado a establecerse entre ambos una relación formal o seria, tal vez porque Loynaz nunca correspondiera a ella. Dejemos que ella misma, en su carta a Cepeda, continúe hablándonos de aquellos felices años de su juventud: "…fuimos bien pronto las señoritas de moda en Puerto Príncipe. Nuestra tertulia, que se formó en mi casa, era brillantísima para el país. En ella se reunía la flor de la juventud del otro sexo y las jóvenes más sobresalientes. Todos los forasteros de distinción que llegaban a Puerto Príncipe, solicitaban ser introducidos en nuestra sociedad, y nos llevábamos todas las atenciones en los paseos y bailes. Atrajimos la envidia de las mujeres, pero gozábamos la preferencia de los hombres, y esto nos lisonjeaba…" Sin embargo, su felicidad distaba mucho de ser completa. Antes de alcanzar los diecisiete años de edad, su familia preparó su matrimonio con un rico hacendado, compromiso que ella siempre repudió y se negó a cumplir, amenazando incluso con el suicidio. Ello la llevó a confesar: "… yo sospeché entonces lo que después he conocido muy bien: que no he nacido para ser dichosa, y que mi vida sobre la tierra será corta y borrascosa". La Partida de Cuba Las desavenencias y el disgusto afectaron su salud, y luego de una breve convalescencia en una finca cercana a Puerto Príncipe, marchó con su madre y padrastro a Santiago de Cuba, donde estuvieron unos meses antes de viajar a Europa para satisfacer los deseos de Escalada, que al fin había logrado convencer a su mujer de vender propiedades y esclavos y marchar definitivamente a Galicia, su tierra natal. En Santiago de Cuba Gertrudis volvió a sonreír y a brillar en reuniones y tertulias, aunque la estancia allí fuera muy breve. Partieron en una fragata francesa hasta Burdeos el 9 de abril de 1836. La joven poetisa tenía sólo veintitrés años, y al abandonar su patria compuso los conocidos versos de su soneto Al partir: ¡Perla del mar! ¡Estrella de Occidente! ¡Voy a partir!… La chusma diligente, ¡Adiós, patria feliz, edén querido! ¡Adiós!… ¡Ya cruje la rugiente vela… Tardaría más de veinticinco años en regresar a la patria feliz, a la hermosa Cuba. Tan larga ausencia, colmada de triunfos literarios en España, ha sido la razón de la perenne disputa en encasillarla en el parnaso español o el hispanoamericano. Pero no nos adelantemos a los acontecimientos. Sigamos a la joven Gertrudis a su llegada a Burdeos y su corta estancia en esa ciudad francesa, donde de nuevo sobresalió por su belleza, sus modales y su cultura. En Galicia De Burdeos la familia partió hacia Galicia, a La Coruña, destino final propuesto por Escalada. Allí, en aquel entorno, su modo de ser chocó con los nuevos parientes, quienes "la acusaban de atea por leer a Rousseau, y de señorita sabihonda con ínfulas de grandezas". Así lo relata la propia Gertrudis en sus cartas a Cepeda, y agrega: "… gracias al cielo, no podían herirme en mi honor por mucho que lo desearan, pero daban mil punzadas de alfiler a mi reputación bajo otro concepto… decían que yo era la causa de todos los disgustos de mamá con su marido y la que le aconsejaba no darle gusto. La educación que se da en Cuba a las señoritas difiere tanto de la que se les da en Galicia, que una mujer, aun en la clase media, creería degradarse en mi país ejercitándose en cosas que en Galicia miran las más encopetadas como una obligación de su sexo. Las parientas de mi padrastro decían, por tanto, que yo no era buena para nada porque no sabía planchar, ni cocinar, ni calcetar; porque no lavaba los cristales, ni hacía las camas, ni barría mi cuarto. Según ellas, yo necesitaba veinte criadas y me daba el tono de una princesa. Ridiculizaban también mi afición al estudio y me llamaban la Doctora…" No obstante, y a pesar del dolor que le producían esos comentarios y rechazos -o tal vez a causa de ello-, su corazón buscó refugio en el amor de un militar español de apellido Ricafort, a quien ella describe en sus cartas de este modo: "Pocos corazones existían tan hermosos como el suyo: noble, sensible, desinteresado, lleno de honor y delicadeza". Pero aún esa sensibilidad, ese talento, no llegaban a la altura de los que poseía la joven Gertrudis. Y fue comprendiendo que era una distancia insalvable que malograría la pasión que comenzaba a sentir por el militar. Por coincidencia, Ricafort debió partir para luchar en la Guerra Carlista, y Gertrudis rompió el compromiso de matrimonio, institución que, por lo demás, no se avenía mucho con su temperamento liberal. La etapa sevillana Cansada de los roces y disgustos con la familia de su padrastro, decidió acompañar a su hermano Manuel a Portugal, específicamente a Lisboa, y emprender luego viaje a Andalucía, la tierra de su padre, por la que sentía una inclinación especial. Era el año de 1839. Allí pronto empezó a destacarse en los círculos literarios. En Cádiz comenzó a escribir para el periódico La Aureola bajo el seudónimo de "La Peregrina", aunque también usó otros seudónimos para rubricar sus obras: "La franca india", "La amadora de Almonte", etcétera. En aquel propio año de 1839 y en un ambiente distendido entre tertulias, bailes y funciones de teatro, la hermosa joven que contaba entonces con veinticinco años, conoció a un estudiante de Derecho de la Universidad de Sevilla, dos años menor: Ignacio de Cepeda, su gran amor frustrado, que nunca llegó a entender ni corresponder la pasión absorbente de que era objeto. A Ignacio de Cepeda dedicó la Avellaneda el poema A él, que figura por derecho propio en las antologías de la poesía castellana y del que recogemos algunas estrofas: "No existe lazo ya: todo está roto. …¡Vive dichoso tú! Si en algún día Cayó tu cetro, se embotó tu espada, La correspondencia entre la Avellaneda y Cepeda, comenzada en el año de 1839, continuó al menos hasta 1854, fecha en que Cepeda contrajo matrimonio con otra mujer. Sin embargo, la pasión que destilaban las primeras cartas de la Avellaneda fue disolviéndose paulatinamente y las misivas se convirtieron en meros intercambios de temas intrascendentes basados en una cordial relación de amistad dedicados a su "compañero de desilusión", como alguna vez le llamara. La producción literaria de la Avellaneda se hizo cada vez más intensa. Y fue precisamente en Sevilla, en 1840, donde dio a conocer su drama teatral Leoncia. Hacia Madrid y hacia la fama En 1840 se trasladó a Madrid y pronto comenzó a frecuentar los círculos literarios a los que concurrían los poetas románticos más conocidos: José de Espronceda, José Zorrilla, José Quintana, Juan Nicasio Gallego, Fernán Caballero; con los que entabló duradera amistad. En aquellas tertulias, como señala María Luz Morales en su Libro de oro de la poesía en lengua castellana, fue "desaforadamente elogiada por los críticos de su época". Fue presentada en el Liceo Artístico de Madrid, donde leyó sus poemas. En 1841 publicó con ellos su primer libro, prologado por Juan Nicasio Gallego. En ese mismo año de 1841 vio la luz su novela Sab, el esclavo que se enamora de la hija del amo, que es considerada por muchos como la primera novela de la literatura castellana en la que se hace presente el tema de la esclavitud, a la que critica abiertamente. Aunque algunos autores han estimado esta novela como antiesclavista, para otros simplemente se trata de una historia de amor en la que se da más énfasis a la descripción del paisaje, -indiscutible reminiscencia de la campiña cubana- y a la idealización de los personajes al modo romántico. Max Henríquez Ureña, literato dominicano, anota la ambivalencia de esta novela al afirmar que "la novela de la Avellaneda [Sab] es, por su contenido, antiesclavista, aunque el propósito que la animó a escribirla no fuera el de librar una campaña abolicionista, sino el de dar vida, en una narración sentimental, a cuadros y escenas basados en los recuerdos de su Camagüey natal". Para José María de Cepeda -estudioso incansable de la vida y obra de la autora, precisamente tataranieto de Ignacio de Cepeda-, "…la Avellaneda aportó, además, a la novela española y europea del XIX el ambiente caribeño, bastante desconocido entonces en estas tierras y tenido por exótico, así como un tono melancólico y lánguido que posteriores autores antillanos nos harían a los europeos mucho más familiar". Formada desde su adolescencia con las lecturas de Chateaubriand, de Walter Scott, de Madame de Staël, Quintana y Lista, Rousseau, la Avellaneda fue desprendiéndose de los cánones neoclásicos y abrazando decididamente el movimiento romántico que comenzaba a surgir. Por ello muchos la consideran poseedora de un romanticismo ecléctico. En esas peñas literarias madrileñas donde el romanticismo comenzaba a imponerse, la belleza y ademanes de "Tula" eran la admiración de todos: militares, nobles o poetas. Más aún, sorprendido por la profundidad e independencia de sus juicios y el dinamismo y actividad que de ella emanaban, Bretón de los Herreros llegó a exclamar: "¡Es mucho hombre esta mujer!". Se vislumbraba en ella, en su persona y en su obra literaria, a la mujer independiente. Tanto, que muchos son los que la consideran precursora del feminismo, al que se adelantó con sobrada distancia en el tiempo. Tassara Fue por entonces, en 1844, en medio de una incesante producción de artículos y comentarios para periódicos y revistas, la publicación de su novela Espatolino y el estreno de su drama Munio Alfonso, cuando conoció a un joven diplomático sevillano, Gabriel García Tassara. El amor contenido que sintiera por Cepeda se desbordó hacia Tassara, al que se entregó con la misma pasión que siempre ponía en todas sus cosas. La Avellaneda quedó embarazada y al año siguiente nacía una niña, a la que llamó Brenhilde. Al deshonor público que este hecho representó hubo de agregarse la pena de ver morir a su hija antes de cumplir un año. Y el desamor de Tassara, que abandonándolas, nunca se preocupó por la suerte de ninguna de las dos. Boda y convento Un año después, en 1846, la Avellaneda se decidió a aceptar los requerimientos matrimoniales de un respetado político, a la sazón Gobernador Civil de Madrid, don Pedro Sabater. Tenía entonces treintidós años y creía que al fin podría alcanzar la serenidad y el sosiego que su espíritu necesitaba. ¡Vana ilusión! A los tres meses escasos de la boda Sabater murió en Burdeos, dejándola aún más desolada. Buscó refugio allí en un convento, donde permaneció algunos meses. Abandonó los temas mundanos y su producción literaria se volcó hacia el misticismo. De nuevo en Madrid: más triunfos y segundo matrimonio Repuestas las fuerzas, regresó a Madrid. Fue recibida con cariño y entusiasmo por sus amigos de los círculos literarios, quienes la llegaron a postular para que ocupara el sillón de la Real Academia que había quedado vacante al fallecimiento de Juan Nicasio Gallego. Sin embargo, no era tiempo todavía para que una mujer pudiera sentarse en un sitial de tanto honor, y no fue elegida. Años después, en 1855, contrajo matrimonio nuevamente. Esta vez con Don Domingo Verdugo, militar de mucho renombre en la corte y los círculos políticos, al extremo de que los propios Reyes de España fueron padrinos de esa boda. En 1859 se estrenó en Madrid su drama Baltasar, una de sus más importantes obras, con el que obtuvo grandes elogios de la crítica y en el que levantó su voz en contra de las tiranías. Fue un drama atrevido, impensable en aquella España conservadora del siglo XIX. La Avellaneda demostró, una vez más, ser una mujer que no se contentaba con glosar un mero relato poético, sino que se atrevía a exponer y a defender el derecho de los pueblos a su libertad. Paralelamente, un desgraciado acontecimiento sacudió de nuevo la felicidad de la Avellaneda. Un comentario despectivo sobre este drama teatral provocó la reacción de su esposo, que resultó gravemente herido en un altercado con el atrevido periodista autor del comentario. La Avellaneda acudió a la Reina Isabel II en busca de justicia y ésta, en compensación, nombró a Verdugo Gobernador de la isla de Cuba, para la cual partieron tan pronto como Verdugo pudo sentirse mejor de sus heridas. La vuelta a la Patria Habían pasado ya veinticinco años desde que abandonara la isla. Muchos años. Quien volvía ahora no era la simpática adolescente cuyas poesías eran presagio de futuros triunfos literarios. Esos triunfos eran ya un hecho. Volvía una señora cargada de personalidad, que a más de ser la esposa del Gobernador, traía consigo una sólida aureola conseguida gracias a sus dramas teatrales, novelas y poemas. Los poetas de Cuba conocían cuánta estima gozaba entre los autores españoles. La recibieron, algunos con entusiasmo, otros con recelo. Empezó a relacionarse con los líricos cubanos más notables, Luisa Pérez de Zambrana, Juan Clemente Zenea, Gabriel de la Concepción Valdés, y comenzó a publicar sus crónicas en periódicos y revistas. Incluso, fundó una revista: Álbum Cubano de lo Bueno y lo Bello. ¿Cubana o española? Sin embargo, pronto surgió una disputa. Hubo autores cubanos que no miraron precisamente con buenos ojos que la Avellaneda se paseara entre ellos. ¿Envidia, o fue real y simplemente una percepción de sentirla ajena después de veinticinco años de ausencia? Lo cierto es que ninguna composición suya fue escogida para figurar en el libro La Lira Cubana, según decisión tomada por el Areópago Literario de La Habana, responsable de la elección de los poemas, por considerarla madrileña y no cubana. Esa decisión no fue muy justa y mucho menos unánime entre los poetas y críticos cubanos. Por ejemplo, la Junta del Liceo de Matanzas emitió una declaración en la que exponía su criterio de considerar a la Avellaneda como "una de las glorias literarias de las que Cuba puede enorgullecerse". E incluso con anterioridad a la decisión del tal Areópago de excluir a la Avellaneda de La Lira Cubana, el Liceo de La Habana le había rendido un gran homenaje en el Teatro Tacón en la noche del 27 de enero de 1860, otorgándole una corona de laurel en oro esmaltado. Por otro lado, España también se enorgullecía de contarla en su parnaso nacional. No era para menos. Sobraban méritos para que unos y otros se la disputaran como suya, a pesar de los detractores que siempre tuvo. No puede ser posible que no advirtamos en su obra la presencia española; en sus costumbres, en su paisaje; ni el afecto a un país en el que transcurrieron tantos años de su vida y en el que como mujer conoció el amor y la pasión y en donde como poetisa saboreó el triunfo. Pero también son muchas las veces en que la Avellaneda cantó a su tierra natal: el ya mencionado soneto Al partir y, además, La pesca en el mar, La vuelta a la Patria, o su elegía A la Muerte de Heredia. En sus memorias inéditas, publicadas mucho después de su muerte en 1914, escribió: "¡Feliz Cuba, nuestra cara patria!... ¡Oh, patria! ¡Oh, dulce nombre que el destierro enseña a apreciar! ¡Oh, tesoro que ningún tesoro puede reemplazar!" Muchos le reprochan que no se pronunciara en sus obras a favor de la libertad de Cuba. Sin embargo, su drama Baltasar fue un bravo exponente en defensa de la libertad. Si abiertamente no habló de Cuba en él, ¿quién puede asegurar que no estuviera en su mente la condición colonial de su patria? Por demás, la época era aún de germinación confusa de ideas: autonomismo, anexionismo, independencia. Segunda viudez y muerte Sin haberse podido recuperar nunca de sus dolencias, su esposo falleció en 1863. Acudamos de nuevo a José María de Cepeda para que nos relate cómo pudo superar Tula esta crisis: "Gertrudis, prematuramente envejecida por los sinsabores de la vida, trata de combatir la melancolía viajando. En 1864 la encontramos en los Estados Unidos y en 1865 regresa definitivamente a la península, a Sevilla, concretamente, donde su inspiración poética toma, otra vez, un sesgo religioso. Allí escribe el libro "Semana Santa" que, según algunos críticos, ‘es el mejor libro de devoción que han producido la piedad y la musa castellanas’". Volvió a Madrid para vivir sus últimos años. Víctima de complicaciones por la diabetes que padecía, falleció en Madrid el 1º de febrero de 1873. Tenía 59 años. Por expreso deseo pidió ser enterrada en Sevilla junto a su último esposo. Sus restos reposan en Sevilla, en una bóveda casi abandonada del Cementerio de San Fernando, "con las letras de su nombre gastadas por la intemperie, en la que disfruta, al fin, de la paz espiritual que no conoció en vida". (J.M. de Cepeda.) Y en Sevilla, al igual que en su Camagüey natal, una calle lleva su nombre. Lo más conocido de su obra literaria Poesía: Al partir, A él, La vuelta a la Patria, Amor y orgullo, A la muerte de Heredia, La pesca en el mar y numerosos poemas más, recogidos en varios volúmenes. Novela: Sab, Espatolino, Guatimozín, el último emperador de México, Dolores, La mano de Dios, El artista barquero. Teatro: Leoncia, Baltasar, Munio Alfonso, El príncipe de Viana, Saúl, Flavio Recaredo, Errores del corazón, La hija de las flores o Todos están locos, La verdad vence apariencias, La aventurera, La hija del rey René, Los duendes de Palacio, Simpatía y antipatía, Catilina, Los tres amores. Además, Devocionario nuevo y completísimo en prosa y verso, Viaje a La Habana por la condesa de Merlín (biografía), y un sinnúmero de crónicas, leyendas y cartas. Para concluir, dos juicios sobre la Avellaneda, sin duda contrapuestos, pero con el mucho aval que les confieren quienes los emiten: "No hay mujer en Gertrudis Gómez de Avellaneda: todo anunciaba en ella un ánimo potente y viril; era su cuerpo alto y robusto, como su poesía ruda y enérgica; no tenían las ternuras miradas para sus ojos, llenos siempre de extraño fulgor y de dominio: era algo así como una nube amenazante". "... la Avellaneda no sintió el dolor humano: era más alta y más fuerte que él; su pesar era una roca...". José Martí. "Lo femenino eterno es lo que ella ha expresado, y es lo característico de su arte, y lo que la hace inmortal, no sólo en la poesía lírica española, sino en la de cualquier otro país y tiempo; es la expresión, ya indómita y soberbia, ya mansa y resignada, ya ardiente e impetuosa, ya mística y profunda, de todos los anhelos, tristezas, pasiones, desencantos, tormentas y naufragios del alma femenina". Marcelino Menéndez y Pelayo. ____________________________ Fuentes:
Anderson Imbert y Florit, María Luz Morales, José María de Cepeda, Antonio Martínez Bello, María A. Crespí, Miguel A. Rivas Agüero,
Agradecimientos: Nuestro agradecimiento al Sr. José María de Cepeda por permitirnos la inclusión de algunos de los juicios críticos de su trabajo Gertrudis Gómez de Avellaneda y su época. Del mismo modo, a la Sra. Carmen Karin Aldrey, directora de la página: http://laperegrinamagazine.org/, por sus gestiones cerca del Sr. Cepeda. Nota: En la página de la Biblioteca Virtual del Instituto Cervantes, |