>Documentos>La mejor medicina
Luis de Rosario,
para Camagüeyanos por el Mundo.
Mukachevo, diciembre de 2000.
El invierno era frío como nunca aquel año. La semana de vacaciones se acababa
y ya no tenía qué leer. Le había cogido el gusto a pasearme por el pueblo y
disfrutaba la atmósfera de las calles vacías y gélidas. Hacía sólo unos días
que habían inaugurado un kiosco para vender periódicos y revistas cerca de la
esquina de mi casa y yo aún no me había siquiera asomado a la ventanilla. Sin
pensarlo dos veces, releída mi última aventura de Julio Verne, me fui a dar por
ahí una vuelta con la intención de ver por fin qué vendían en el dichoso
estanquillo.
La oferta de prensa no era para que los ojos se extraviaran, pero eso no lo supe
hasta tiempo después. Entonces todo era como era, como sólo podía serlo a la
altura de mis doce años. No había nada extraordinario. Sin embargo, una revista
era nueva para mí y su nombre llamó mi atención de inmediato: Sputnik. No
se podía pensar en un nombre que delatara de mejor manera su procedencia. El
formato me recordaba al Selecciones del Reader´s Digest que leía en casa
de mi abuelo: ejemplares añejos comprados hacía años, que nunca había visto en
venta por la calle.
El hecho es que aquel número de enero de 1977 de la revista Sputnik, comprado
con manos cuasi congeladas en pleno trópico, marcó el inicio de lo que después sería
una colección muy completa, que llegó a contar con prácticamente todas las ediciones
a partir de esa fecha.
Pasaron siete años. Pude saborear cada palabra y cada imagen en las docenas de revistas
almacenadas en mi librero.
Y entonces me monté en un barco y me fuí a visitar in situ el país que conocía
por mis lecturas, casi como conocía el mío propio. Me embarqué con la seguridad del que
cree que lo sabe todo porque lo ha leído todo. ¡Qué equivocado estaba!
Así llegué el 14 de agosto de 1984, a las ocho y media de la mañana, a puerto. El barco
que me trajo a la URSS atracó en la terminal de pasajeros de Odessa. Recuerdo haber
saltado del último paso de la escalerilla a tierra firme, para pisar al mismo tiempo con
ambos pies. Mi maleta y la de mi prima que me acompañaba no me impidieron dar ese brinco.
Los supersticiosos nunca podrían acusarme de haber plantado primero el izquierdo o el
derecho: puse a la par los dos, como un gorrión cubano que llega a tierra incógnita.
Algo me preocupó desde el primer momento. ¿Habrían pasado en vano las horas empleadas en
aprender el idioma en la facultad preparatoria? Decidí probarme en la misma terminal.
"¡Chico, funciona!", pensé cuando logré sin problemas comprar el sobre para la primera
carta a mi madre. (Esto es lo único amable que recuerdo de mis primeros tres días de
estancia en la patria socialista.)
Llegaron los responsables de nuestras jóvenes personas. Para empezar nos llevaron a una
plaza enmedio de los edificios, de arquitectura de principios de siglo, del Instituto
Politécnico. Estos inmuebles se encontraban en un estado nada correspondiente al país
desarrollado adonde creíamos entonces haber llegado. Éramos un grupo de extranjeros
enmedio de una plaza, rodeados de maletas todas iguales por haber sido compradas en las
tiendas que proveían en Cuba a los prospectos de estudiantes en el extranjero. Y todas
con un contenido muy parecido, pues la ropa venía de esas mismas tiendas.
En esa plaza estuvimos tirados todo el santo día, hasta que alguien tuvo la gentileza
de suponer que no podíamos dormir en la calle. Eran ya cerca de las nueve de la noche
cuando nos llevaron al albergue donde dormiríamos dos noches, antes de partir hacia
nuestros respectivos puntos de destino. Estuvimos en una residencia de estudiantes, en
lo que años después supe es una de las zonas menos apreciadas de la ciudad. Pero para
mí, todo era color de rosa; mejor dicho, verde, pues en verano esa parte de Odessa es
más parecida a un gran parque que a una ciudad de millones de habitantes.
Había por allí un hospital psiquiátrico. Ese hospital fue el principio del fin de mi
sueño, de mi ilusión de vivir en el país de las maravillas. Me encontré a la mañana
siguiente con tres personas, si es que así se les podía llamar. Por vestimenta usaban
pijamas a rayas, mugrientas y rotas por el tiempo que llevaban cubriendo aquellos
cuerpos flacos, más parecidos a prisioneros de Buchenwald que a felices constructores
del comunismo. (Hace un par de años tuve la suerte de pasar por aquella zona y creo
haber encontrado el albergue donde dormimos entonces. El hospital sigue en funciones
en el mismo lugar; los enfermos siguen arrastrando sus pasos por las calles en las
mismas pijamas, con los mismos rostros, la misma infelicidad. Sólo los edificios han
cambiado en estos años: ahora son más viejos y están más deteriorados.)
No me atrevía a montarme en un tranvía para ir al centro de la ciudad, pues el temor
a perderme era mayor que la curiosidad. Por eso sólo salía a pasearme por los alrededores
del albergue. Allí recibí mi segunda sorpresa. Por la acera de enfrente venía un grupo
de gitanas con una gritería que me recordaba la algarabía de mi tierra. Eran gitanas de
verdad y no de postal, como las que muestra Nikita Mikhalkov en Romance cruel.
Las de Nikita estaban bien alimentadas y limpias. Éstas no parecían así ni de lejos.
La curiosidad me hizo cambiarme de acera. Las gitanas vestían ropas de colores
escandalosos. De tez oscura, despeinadas y harapientas, dejaban a su paso un olor
penetrante, que encontraba en el aire húmedo y caliente del verano de Odessa un medio
ideal para noquear las pituitarias de quien tuviera la osadía, como yo, de compartir
acera con ellas. Parecían estar, también estas mujeres, fuera de lugar en el paraíso
socialista.
Todo en Odessa me parecía irreal, como si por arte de magia me encontrara inmerso en
los relatos que llenaban mi cabeza. Los aromas eran diferentes a los que siempre me
acompañaban en mi lejana isla. La gente se vestía, caminaba, hablaba, gesticulaba de
manera diferente. Todo era distinto. ¡Pero eso no importaba, pues estaba por fin en
la patria de Lenin, en un país desarrollado, en el más desarrollado! Por lo menos de
eso estaba seguro yo, armado con todo lo que me enseñara durante años el redactor
jefe de Sputnik.
Después vinieron las ocho horas de tren hasta Vinnitsa, Ucrania, donde nos esperaban
los cubanos que estudiaban allí. Estoy seguro de que cualquier intento de
describir un tren de pasajeros ruso nunca sería más que una manera inútil de perder
el tiempo. Para no darle a este esbozo de relato un tinte de ciencia ficción, me
ahorro ese trabajo estéril. Una sola cosa diré: quien quiera saber qué es un tren
ruso, que venga y lo pruebe. Sólo un viaje bastará para que recuerde la experiencia
toda su vida.
Nunca olvidaré la acogida que nos dieron nuestros paisanos. No fue nada en especial,
pero el solo hecho de recogernos en un autobús, llevarnos al albergue y darnos de
comer me hizo recobrar algo de mis extintos sentimientos de seguridad. Y es que en
Odessa nos tuvieron botados todo el día en la calle. Después nos pasaron ellos las
primeras indicaciones para que comenzáramos a adaptarnos a la vida allí. Guardo un
recuerdo muy grato de aquellos chicos. Ojalá que siempre que lo necesiten, encuentren
en otros la ayuda que nos brindaron a nosotros.
Y bien que nos vinieron sus consejos. Para empezar, nos aclararon que después de las
diez de la noche (a esa hora oscurece por esas latitudes en el verano) no era
recomendable pasear por el parque; que no cogiéramos lucha por la cantidad de
mínimo aprobado que recibiríamos al principio; que ni intentáramos discutir
con la guardiana del albergue, pues era la Comandante en Jefe del edificio; que no
entráramos en contacto con los gitanos, pues de seguro nos robarían, y muchas cosas
útiles más.
Como no eran más de las diez de la mañana de nuestro primer día en la ciudad que sería
nuestra por los próximos cinco años, nos reunimos en grupo para irnos a pasear. Esta
vez decidimos arriesgarnos y montarnos en un tranvía que nos llevara hasta el centro.
Esa era la oportunidad que la realidad esperaba para burlarse de mi ingenuidad.
No habíamos hecho más que llegar a la parada del tranvía, cuando se nos acercó una
pareja de gitanos que querían algo. Lo que narro es lo que entendí en mi ruso de
estreno. Nos ofrecían el bebé que la chica traía en sus brazos. Mis compañeros se
quedaron de una pieza, y yo igual. Cuando los gitanos notaron nuestra confusión, se
esfumaron en el tumulto. A todas éstas, nosotros no encontrábamos palabras para
comentar la escena, que sólo duró unos contados segundos.
Ya todo un estudiante en Vinnitsa, compartí asientos en las salas de conferencias
con otros once compañeros cubanos. Un día noté que ninguno de los locales hacía caso
al maestro de turno. Susurraban y se reían entre ellos a hurtadillas. Después de un
rato logramos entender de qué se trataba: habían descubierto que tres de los cubanos
habíamos venido a clase con camisas idénticas, productos de las tiendas para
estudiantes en Cuba. Nos reímos todos. Después de eso, decidimos hacer un inventario
y contar cuántas camisas iguales había en nuestros escaparates. Seis. Hicimos nuestro
juego: a la primera oportunidad fuimos todos a clase con camisas similares para que
nadie pensara que nos las prestábamos los unos a los otros. Después nos avisaríamos:
"Mañana me toca a mí". Varias semanas pasaron antes de que dejaran los demás de
preguntarnos cuándo vendría otra vez la orquesta cubana a clase.
Mucho ha llovido de entonces a esta parte, pero aún hoy siento un hormigueo en la
espalda al recordar cómo fue que se desvaneció en mí la idea que tenía sobre la URSS.
No pocas oportunidades tuve después para darme cuenta de que me habían vendido una
imagen falsa de la patria del socialismo. No sospechaba entonces que un día tendría
la oportunidad de ver la realidad con mis propios ojos. Hasta ese día yo pensaba
en la Unión Soviética como en el Reino de Oz. Después de vivir allí no dejó de ser
para mí más que un país común y corriente, con mil problemas más de los que yo nunca
hubiera imaginado.
Con el tiempo resultó que los koljoses con sistemas automatizados de ordeña, las
supermedicinas al alcance del pueblo, la democracia más demócrata del mundo, el
superservicio de Aeroflot, la superindustria soviética y los mil y un cuentos más
que se escribían para millones de lectores de Sputnik por todo el mundo no
eran más que eso: cuentos.
La realidad era completamente diferente: en los koljoses siempre hubo una miseria
increíble; es más, sólo con Jrushov los campesinos recibieron su carnet de identidad,
siendo hasta ese día esclavos sin derecho a mudarse libremente dentro de su propio
país. Los hospitales eran una asquerosidad y no había mejor medicina que el cuidarse
fervorosamente de no caer en manos de los doctores, especialmente de los dentistas.
Las elecciones eran una farsa más grande que las cubanas en los últimos cuarenta años,
y eso es mucho decir. Se llegaba al absurdo de poner un solo candidato a ser elegido.
Así de simple: una foto en el colegio electoral, ¡y a elegir!. Aeroflot no era más
que una compañía que no podía darse el lujo de alimentar a sus pasajeros como
debe ser, teniendo en cuenta que sus boletos eran tan o más caros que los de cualquier
otra aerolínea del mundo. En los institutos el fraude académico era tan normal como
una partida de dominó en cualquier portal de Cuba. La gente chequeaba meticulosamente
que la fecha de producción de cualquier artefacto electrodoméstico, reloj o cosa así
que comprara, no fuera de fin de mes. ¿Por qué? Pues por la simple razón de que todos
sabían que a fines de mes nadie mira la calidad de lo que produce. En ese momento
sólo preocupa el recuperar el tiempo que se ha perdido vagueando olímpicamente durante
el mes completo, para así cumplir con el incuestionable Plan de Producción.
Después de terminar mis estudios en pleno apogeo de la perestroika, al volver
a Cuba pude muchas veces oír la tesis de que ésta había hecho mella en nuestra preparación
ideológica. Se decía que los bolos nos habían podrido con su glasnost,
que ahora debíamos ser objeto de un proceso de readaptación a la realidad cubana y mil
tonterías más de ese tipo. El lúcido ideólogo que inventó esa explicación a la aversión
al comunismo que sentíamos muchos después de volver de la URSS, no quería entender una
simple verdad: no hay mejor medicina para curarse de comunismo que ir a vivir a un país
comunista, no como diplomático ni como turista privilegiado, sino como ciudadano de filas.
En mi caso particular ese país fue la URSS. El resultado positivo de la cura se hizo
presente en contadas semanas, y con garantía de por vida.
Las mentiras que Sputnik nos contó durante años se nos fueron al piso con sólo
unas semanas de estancia en la URSS. A medida que pasaba el tiempo e íbamos conociendo
mejor la vida del ciudadano medio de ese país, nos dábamos cuenta de que todo lo que
nos decían sobre los logros del socialismo en esa parte del mundo eran no más que
cuentos de hadas. Esa era la verdad.
De los 149 números de Sputnik publicados entre enero de 1977 y mayo de 1989,
cuando el contenido de la revista se hizo subversivo y fue prohibida su
distribución en Cuba, el librero en casa de mi madre contenía 144, al momento de mi
partida de la isla. Está allí hasta el número de agosto de 1989, que ya no se vendió
en Cuba y que compré y dejé en su lugar al volver a visitar la casa familiar. Allí
está recogida la compilación de historias que puede ayudar a curar a enfermos
de hoy, cuando ya no se puede visitar la fenecida Unión Soviética. Y bueno, también
está ahí la Cuba de hoy, para tratamientos de shock en casos graves.
Pero todo eso pasó después. En enero de 1977 recorrí las tres cuadras hasta el estanquillo
en un respiro. Entré a casa corriendo y de inmediato me senté a leer la revista nueva que
me había comprado. Algo me decía que tenía en mis manos la mejor manera de conocer la
realidad del país de los Soviets.
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