>Del saber>El otro que vive
Carlos A. Sotuyo,
para Camagüeyanos por el Mundo.
En un mundo que insistimos en llamar civilizado (lo que nos sugiere educado),
la violencia no ha dejado de ser parte significativa del lenguaje humano. No
puede ocurrir de otro modo: vivimos en sociedades, con sus diferencias y
características propias, en donde esencialmente el principio capital de las
relaciones entre los hombres, el deber primerísimo de respetar al otro, que
se deriva del carácter sacro de la persona humana, es una fórmula banal
que se reduce a ciertas normas de cortesía carentes de sentimiento.
Desde pequeños nos enseñan que es plausible -y hasta un mérito- burlarse de
los demás, mentir, engañar, empujar. Las imágenes del cine y la televisión
nos muestran que el hecho bárbaro de que un hombre mate a un semejante puede
ser heroico, casi tan cotidiano como jugar y tan simple como aplastar a una
mosca. Es el tema preferido de los filmes de entretenimiento de hoy.
No concebimos una escena sexual en la pantalla de un noticiario; pero sí
toleramos que nuestros hijos asistan a continuos espectáculos de sangre. Lo
primero, por distorsionado que resulte, es una expresión de amor. La
intimidad no es cosa pública, es cierto; sin embargo, matar es, debería ser,
el escándalo mayor de todos los escándalos.
Más de dos milenios después del César, en los circos del mundo moderno, como
en el romano, los hombres pelean ante multitudes enardecidas. Golpear y
golpear y humillar al otro, he ahí la victoria. Los que vencen, se
constituyen en monarcas de la violencia. Los llenan de oro. (Mientras que,
en algunas partes, es delito maltratar a un perro.)
Los padres gritan, los mercaderes mienten, los políticos ofenden. Así, ante
este espectáculo cotidiano, crecen los que serán padres, amigos y políticos.
El otro es algo extraño, alguien cuyo cuerpo puede ser herido y cuya
dignidad puede ser mancillada.
El niño escuchó en algún lugar, seguramente un domingo, estos versículos,
como un ruego: "Un mandamiento os doy: amaos los unos a los otros". Pero
después comprobó la realidad de todos los días: si ves a alguien caído,
dale una patada para que caiga aún más. Ese niño no ha tenido tiempo para
conocer un escaño inferior al cristiano, que nos atrevemos a sugerir en este
momento. Algo suficiente para comenzar: respetaos los unos a los otros.
Respeta al otro como a ti mismo.
Es difícil, porque seguramente ese niño nunca aprendió a respetarse a sí
mismo.
Y aquí está echado a la jauría de la vida: para él, como para sus
antecesores de la prehistoria, la violencia sigue siendo un modo de
apropiarse de cosas, pasando por encima de los demás. Y lo que es más grave,
un modo de afirmarse, de distinguirse: una forma corriente de expresión.
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